En un tiempo donde las mascotas vivían afuera, a merced del viento, del sol, de la lluvia. Nuestro amigo aullaba al botar la pala para entrar a casa. A veces, yo lo dejaba entrar de madrugada; se quedaba en mi taller por horas, descansando en la alfombrita mientras se le cerraban los ojos. Dormía a mi lado mientras yo pintaba, cantaba y diseñaba. Él tapadito con el chalcito rojo. Un angelito viejo, un barrilito sin fondo, a lo que hubiese le hincaba el diente. Mi amiguito confidente. Desde que partiste, no ha habido otros.
A veces, te apareces en mis sueños. Hoy, por ejemplo, me visitaste. El tiempo corría más rápido de lo habitual, mire tu carita, tenías una lagaña que dejaba tu ojo entrecerrado. Te la limpié. Miré por un segundo el bullicio de la ciudad de fondo, mi pecho se apretó. Volví mi mirada hacia ti y ya no estabas. Y entonces lo supe, así terminaba siempre, con ese dolor intenso. No estabas.
Nunca estás cuando despierto. Me pregunto ¿Cómo te escapas de otras dimensiones para visitarme? Y ¿cómo sabe el momento correcto para decir adiós? Mi orejudo tricolor. Doy gracias por esta amistad incorpórea, ese secreto que se esconde solo para nosotros.